jueves, 2 de junio de 2011

VIAJE DE KIEV A MOSCU EN CUARTA

Alguien (el que manda en el vagón), había apagado ya casi todas las luces y yo me esforzaba por seguir leyendo un libro que en realidad me lo estaba releyendo, hace tiempo que perdí la cuenta de las veces: Los Subterraneos; y ahora no sé si todo el tren, pero por lo menos este vagón que nos había tocado (o tal vez había sido él el que nos había elegido, o tal vez un poco de todo), este vagón que ahora parmenecía tranquilo (dormido) pero que no se parece en nada a como estaba hace tan solo unas pocas horas: movimientos aparentemente sin sentido de gente yendo y viniendo, algunos cargados con bolsas, otros sin nada, otros con el cigarrillo en la boca preparado para encenderlo, algunos con intención de venderte algo y otros que parecían tener extrañas intenciones y que en mi mente retorcida se transformaban en maliciosas intenciones, y todos ellos mirándonos, y hablando en su idioma que para nosotros -al menos de momento- nos es imposible de comprender. Tal vez no eran tan malas sus intenciones, por que aquí seguimos vivos, Marta ya acostada y dormida y yo rodeado de ronquidos y de gente dormida (ahora mismo creo que soy el único despierto en el vagón y que esta aprovechando la poca luz que queda, para escribir esto). E inclino la cabeza para acabar con las últimas gotas de la botella de agua, y sigo restando kilómetros para llegar a nuestro lejano destino y al previsto para hoy, Moscú, que ya no esta helado, o eso espero, porque estamos ya en Abril, aunque a la hora que llegamos, a las cinco de la mañana, seguro que va a hacer frío, aunque en el tren siga escribiendo en manga corta, creo que no por mucho tiempo, porque los ojos se me estan cansando y el traqueteo del tren, que te mece de forma monótoma y continua, te va adormeciendo, con el movimiento. Y ahora que vamos a toda velocidad, toda la que puede aguantar este destartalado vagón de cuarta categoria, que se mueve demasiado para escribir y que luego mañana entienda lo escrito, aunque yo sigo porque no quiero olvidar las idas de una mujer cargada de bolsas que luego regresaba sin nada en las manos, y no una, ni dos, sino veinte o treinta veces y el ruso sin aspecto de ruso con la piel morena, que no dejaba de mirarnos de forma nerviosa (sobretodo a Marta) y al que de vez en cuando le enseñaba mi navaja mientras cortaba la caña de lomo que, afortunadamente, conseguimos pasar por la frontera; y el de detrás nuestro al que no le paraba de sonar el teléfono con la melodía del vals de Amelie, y el ucraniano que tenemos en frente (ahora tumbado dándonos la espalda) que antes de cruzar la frontera nos ha dicho en un (bastante) correcto inglés que si tenemos algún problema para entendernos con la policía de la aduana él nos lo traducía (y nos ayudaba mucho más de lo que él pensaba) lo que agradecimos mucho porque los dos estabamos un poco nerviosos (tal vez la falta de costumbre de tanta burocracia ridícula y tantas caras de cera, inexpresivas o de porcelana (como más tarde llegamos a la conclusión). Pero todo es parte de la experiencia y dentro de poco nos queda otra: en dos horas o tres llegamos a Moscú.
Otra nueva aventura que comienza.

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